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17 de janeiro de 2017

Quito




De pequeña tenia una pareja de periquitos verde-esmeralda. El macho se llamaba Quito y era un excelente cantor.
Una noche, jugando con él (juego que consistía en perseguirlo con los dedos alrededor de la jaula) le arranqué, sin querer (¿o queriendo?), la pluma grande, esta que define el cuerpo de los pájaros y les aporta una cierta majestuosidad.

La oculté en mi habitación y me acosté preocupada. ¿Y si aquella pluma era esencial para el funcionamiento de sus órganos? ¿Y si sin su pluma él perdía el equilibrio, acabando por morir aturdido?
No podía dormir. Lloré en silencio y guardé la culpa en el corazón.

A la mañana siguiente Quito seguía vivo. Estaba un poco ridículo y pequeño sin su sublime cola, pero vivo y cantarín, igual que siempre.
Me fui a la escuela, contenta y aliviada.

Dos días después mi padre me llamó al salón. Quito había muerto. “Creo que estaba enfermo”, dijo. Me enseñó con tristeza la cajita de cartón donde reposaba el cuerpo de mi periquito preferido. “Mañana lo enterramos”.


Lloré. La culpa me martilleó toda la noche. Lloré en silencio, bajo las sábanas, porque no quería que mi padre descubriera mi culpa… no quería que supiera que yo había matado a Quito.

Han pasado unos 20 años desde este episodio y creo que todavía me siento culpable. Aunque consciente de que (probablemente) no tenga ningún sentido, la verdad es que... a veces me observo al espejo y veo una asesina de periquitos.

Bueno, y esto para decir públicamente: Perdóname, pequeño Quito. No quería dañarte.
Y que sepas que entiendo que enviaras a la cotorrita a cagarme encima el otro día. Justo en mi gorra verde-esmeralda.


Raquel Dias

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